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Mónica Rikić, un puente creativo entre humanos y máquinas

Entrevista a la artista electrónica e investigadora en robótica Mónica Rikić, profesora de BAU i Premio Nacional de Cultura 2021

Robots que se enamoran, máquinas que tienen envidia, ordenadores que se aburren, electrodomésticos con problemas sentimentales. Mientras los humanos nos acercamos a las máquinas, ellas se van volviendo humanas. ¿Cuánto falta para cruzar la última frontera?

Hay muchas maneras de concebir, vivir y experimentar la tecnología. Mónica Rikić (Barcelona, 1986) se relaciona con ella a través del juego y la exploración sociológica. Sus creaciones digitales y propuestas educativas le han valido el Premio Nacional de Cultura 2021, una distinción extraordinaria en una artista tan joven.

Profesora del Grado en Diseño y de los Másters en Innovación Audiovisual y Entornos Interactivos y en Diseño, Tecnología e Innovación en Moda de BAU, Rikić ha hecho residencias y ha expuesto y participado en centros y festivales de todo el mundo.

Con motivo del reconocimiento a “la excelencia y la innovación de sus proyectos tecnoartísticos”, hablamos con ella de sus últimas investigaciones en robótica y programación, de ética tecnológica y del potencial del arte para educar y transformar a las nuevas generaciones.

 

 

Es difícil resumir una trayectoria tan intensa y prolífica. En esencia, ¿quién es Mónica Rikić?

Antes me presentaba como artista de nuevas tecnologías, pero ¿qué son nuevas tecnologías y qué no? Artista digital tampoco me gusta porque la gente se piensa que hago visuales, y es justamente lo que no hago. Últimamente me gusta artista electrónica, porque utilizo mucho la electrónica, y es lo que mejor me define. La prensa también me llama tecnoartista, y me hace gracia porque parezco artista de música tecno.

Empiezas con Bellas Artes, pasas por Artes Digitales, y ahora Filosofía. ¿Qué camino te ha llevado hasta aquí?

Estudié Bellas Artes porque tenía muy claro que quería hacer pintura y escultura, pero me di cuenta de que no sabía lo suficiente, y entonces empecé a hacer vídeo y fotografía. Tuve profesores muy multidisciplinarios, y a raíz de la animación descubrí la programación. Técnicamente vi que con los códigos y los ordenadores, que siempre me habían gustado mucho, podía hacer cosas. De pequeña montaba ordenadores con mi primo, pero no pensaba que con ellos podías hacer arte —si la gente tampoco lo piensa ahora, ¡imagínate entonces! Por otro lado, durante la carrera trabajé en el servicio educativo del MACBA haciendo visitas guiadas, y veía que cuando en el museo no había cuadros, la gente no entendía nada y se frustraba mucho. Me di cuenta de que había una separación muy grande entre lo que la gente esperaba del arte y lo que después el arte les ofrecía. Allí tuve claro que quería hacer un arte accesible, que la gente pudiera participar. Después añadí las tecnologías, el arte interactivo y el juego. También empecé a reflexionar sobre cómo nos relacionamos con la tecnología desde el arte, la filosofía y la sociología.

¿En qué líneas trabajas actualmente?

Desde hace dos o tres años estoy muy enfocada en la robótica y, sobre todo, la inteligencia artificial, porque es la personificación de la tecnología. Es un reflejo de lo que somos, de nuestros miedos, de nuestros deseos. Es el efecto Frankenstein, a cuyo alrededor hay un mito muy grande. No sé si llegaremos a la singularidad tecnológica, un escenario donde las máquinas sean más inteligentes que los humanos. Pero imaginemos que llegamos a este punto. ¿Qué ocurriría? Intento transmitir ideas alternativas que no sean distópicas, que no se termine el mundo, porque la narrativa del futuro (y del presente próximo) es muy importante. Pienso qué les pasaría a los robots si fueran conscientes. Y me imagino que tienen crisis existenciales, el síndrome del impostor, que son cotillas… Pongo la tecnología en situaciones ridículas o inesperadas, y las humanizo. En general, son visiones alternativas de la tecnología. En términos filosóficos, me interesa mucho la tecnodiversidad: ver la tecnología desde otras culturas que no sean la nuestra, la occidental, porque la tecnología no tiene un relato universal, tiene tanta diversidad como la biología.

 

 

¿Cómo es tu día a día de investigadora, profesora, artista, pensadora…?

Soy de mañanas. Siempre me levanto muy pronto, a las cinco o las seis, y empiezo el día leyendo o escribiendo. Es cuando tengo la mente más activa. Después, cada día es una aventura. Hay días que tengo clase y me paso el día aquí. Siempre tengo muchos proyectos a la vez. La COVID ha cambiado muchas cosas, antes tenía más visitas y ahora hago más reuniones online. También hago residencias artísticas y estadas en el extranjero.

La vertiente educativa es un pilar en tu trayectoria.

Siempre me ha interesado mucho, creo que es muy importante, sobre todo desde que trabajé con escuelas. Conocí a una chica que enseñaba arte desde una caja. Es un juego a través del cual la gente descubre cosas, y a la vez es educación a través del arte. En mis piezas, me gusta crear a partir de una herramienta, que la podemos llamar juguete, juego o videojuego, intentar que la gente complete un trayecto, de un punto a otro, hasta lo que quieres explicar, pero que cada uno haga su camino. Para conseguirlo, se trata de educar, mostrar, guiar. Yo utilizo herramientas artísticas para que la gente haga su propio camino. Por ejemplo, en un videojuego, tienes que superar unas pantallas, pero la forma con que las superas depende de cada persona, y si vuelves a jugar, seguramente lo harás de una manera diferente. Es una herramienta generativa, la tienes a tu disposición y la vas descubriendo. Esto me interesa mucho porque la tecnología se aprende haciéndola.

 

 

La relación entre humanos y máquinas es uno de los grandes temas de nuestro tiempo. ¿En qué punto estamos?

Es un agente social que está influyendo muchísimo en muchos niveles, pero muy basado en el mito. Ha cambiado tanto, el mundo, desde que nosotros nacimos, y tan deprisa, que no estamos a tiempo de procesar los impulsos y las cosas que ocurren a nuestro alrededor. Esto genera mucha frustración. Creo que estamos en un punto en el que la tecnología ya no nos sorprende porque hemos visto que puede conseguir muchas cosas, pero no sabemos cómo consumir tecnología responsablemente. Creemos que esto es un mito, que no podemos acceder, pero en realidad tenemos mucha responsabilidad y mucha voz en el proceso de configuración tecnológica.

Seguramente nos falta educación tecnológica, especialmente desde el punto de vista de la ética.

Sí, porque educación tecnológica no es aprender a programar. Tengo mis dudas acerca de que en las escuelas se enseñe a los niños a programar porque es donde encontrarán trabajo. La cosa no va así. ¿Por qué no les enseñamos tecnología sin tener que programar? Preguntémonos qué ocurre alrededor de la tecnología. ¿Cómo la podemos entender? Durante una época hice talleres de programación a través del teatro, sin ordenadores, donde explicaba a los participantes cuáles eran las gramáticas culturales y los procesos tecnológicos, y les hacía inventarse un código para ser interpretado para una persona —no una máquina—, así aprendían a hacer coreografías comunicándose con una máquina que en realidad es otra persona.

 

 

¿Qué tenemos a nuestro alcance para que todos estos debates tan importantes ocupen el centro de la agenda pública?

Deberíamos empezar por la educación. La tecnología es mucho más cercana de lo que pensamos, no está reservada a personas superinteligentes o a los programadores. Debemos tener más responsabilidad.

Has viajado mucho, has trabajado y expuesto en muchos rincones del mundo. ¿Qué has aprendido fuera que podríamos aplicar aquí?

En 2015 estuve en Mont-real, y allí la escuela de Bellas Artes tiene un departamento de arte cibernético o arte tecnológico. Aquí el problema del arte tecnológico es los espacios donde se expone, que a menudo son festivales de música con un público muy especializado y entradas caras. En países como Canadá o Francia sitúan más arte en espacios públicos, donde no hay que pagar entrada, o en museos más abiertos, no tan especializados, así la gente tiene más acceso. Y en Japón ya debe ser una historia aún más distinta…

Eres la primera persona de perfil tecnológico que recibe el Premio Nacional de Cultura desde el nuevo formato de los galardones, establecido hace nueve años. A la vez, en el ámbito científico, solo lo han recibido el oncólogo Joan Massagué (2014) y la oceanógrafa Josefina Castellví (2013). ¿Sientes que abres camino?

En materia de premios sí, pero hay muchas otras artistas trabajando en este campo desde hace años. Tenemos a Anna Carreras [profesora de BAU], con quien trabajamos juntas, Alba G. Corral y Joana Moll. Últimamente hay más interés en nuestro trabajo, y el premio lo demuestra. La gente está asumiendo que la tecnología es una parte más de la cultura. ¡Y ahora apenas despunta el criptoarte!

 

 

Ahora estás estudiando filosofía contemporánea. ¿Qué respuestas buscas?

Busco retos para el cerebro. Constantemente. Desde que empecé Bellas Artes, la lectura siempre ha sido mi fuente de inspiración. Cuando tengo una idea o empiezo un proyecto es porque leo. Y no soy de leer novela, me gusta leer ensayo. Pensé que en el máster descubriría unas lecturas diferentes de las mías. Me interesa mucho el pensamiento posthumanista, que se pregunta qué seres tecnológicos queremos ser. Quiero entender cómo funciona el pensamiento humano. Al final, la inteligencia artificial intenta reducir el pensamiento humano al terreno computacional. Yo busco lo contrario: todo lo que no podemos hacer computable de la mente humana. Y lo hago por pasión.

Eres mujer, joven y trabajas en el ámbito de la tecnología. Una combinación aún poco frecuente aquí, lamentablemente. Pensando en las tecnoartistas del futuro, ¿qué podemos hacer para que dentro de diez, 20 o 50 años haya más Mónicas Rikić?

Se trata de que tengan referentes. Para hacer programación debes ser muy tozuda, casi de manera obsesiva, porque si no te frustras. Debemos mostrar que hay gente válida. Cada vez hay más mujeres, pero me preocupan más otros colectivos menos representados, como las comunidades migrantes, por ejemplo.

 

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